Jesús: imagen viva del amor del Padre

Este obrero de manos callosas, llamado Jesús de Nazaret, no es solamente un hombre de cualidades excepcionales. No es sólo un líder a quien seguir; eso sólo no entusiasmaría demasiado. Él es el Amor hecho vida humana; Dios convertido en hombre por Amor a los hombres. Jesús le dio a Dios un rostro humano. Es Dios a nuestro alcance. Es Dios que viene a ofrecernos con los brazos abiertos todos sus dones. Si el hombre fue creado “a imagen de Dios” (Gén 1,27), Cristo es “la ima­gen de Dios” (2 Cor 4,4; Heb 1,3). Él es nuestra gran esperanza.

Para “entender lo que Dios, en su bondad, hizo por nosotros” (1 Cor 2,12), es necesario que nos envíe su Espíritu, para que nos abra la in­teli­gencia y el corazón. Por eso es oportuno comenzar esta parte con una oración. Y para ello nada mejor que hacerlo de la mano de Pablo: Pido que tengan ánimo: que se afiancen en el amor para que... logren penetrar el secreto de Dios, que es Cristo. Pues en él están encerradas todas las riquezas de la sabiduría y el entendimiento. (Col 2,2-3)

Que Cristo habite en nuestros corazones por la fe, y enraizados y cimentados en el Amor, seamos capaces de comprender, con todos los creyentes, la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del Amor de Cristo, que supera a todo conocimiento, para que quedemos colmados de toda la plenitud de Dios. (Ef 3,17-19)

“TANTO AMÓ DIOS AL MUNDO, QUE LE DIO SU HIJO ÚNICO”

Jesús es Hijo de Dios
El ángel Gabriel le dijo a la joven María: Alégrate tú, la Amada y Favorecida!, porque has encontrado el favor de Dios. Vas a quedar embarazada y dará a luz a un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús... El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder divino te cubrirá con su sombra; por eso tu Hijo será Santo y con razón lo llamarán Hijo de Dios...; porque para Dios no hay nada imposible. (Lc 1,28-37)

Casi nadie se enteró en aquel instante de este hecho extraordinario de que Dios venía ya de camino para vivir entre los hombres. Dios entró en el mundo sin hacerse propaganda. Un tío de María, llamado Zacarías, padre de un niño que más tarde sería Juan el Bautista, ex­clamó lleno de gozo, al enterarse de la noticia: Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y liberado a su pueblo: nos ha dado un Salvador… según sus antiguas promesas… Todo será por obra de la tierna bondad de nuestro Dios, que nos ha traído del cielo la visita del Sol que nace, para iluminar a los que están en tinieblas y en oscuridad de muerte, y para guiar nuestros pasos por los caminos de la paz. (Lc 1,68-69. 78-79)

En diversas ocasiones, cuando Jesús ya se dedicaba a la predica­ción, Dios Padre lo reconoció como a su Hijo: Este es mi Hijo Amado, al que miro con todo cariño. A él han de escuchar. (Mt 17,5; 3,17)

Esta creencia fue recogida y transmitida por los apóstoles, especial­mente por Juan: Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Único. (Jn 3,16)

No somos nosotros los que hemos amado a Dios, sino que él nos amó primero, y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados: en esto está el Amor. (1 Jn 4,10)

Verdaderamente, si no fuera porque lo hemos convertido en rutina, sería para quedarnos en admiración permanente, locos de amor, al darnos cuenta de la grandiosidad y la grandeza del Amor de Dios hacia los seres humanos. Ya no son solamente regalos y dones suyos los que nos cubren por todos lados. Es el mismo Dios el que se nos entrega en su Hijo. Ese Jesús, del que hemos admirado su entrega total a los hombres, es Dios mismo dándose sin medida.

Es el resplandor de la Gloria de Dios y en él expresó Dios lo que es en sí mismo. (Heb 1,3)

Los hombres somos duros de corazón para creer en el Amor que Dios nos tiene. Y como para convencernos, el mismo Dios se rebaja a ser nuestro servidor, a ponerse de rodillas delante nuestro, a morir con los brazos abiertos, sangrándose por Amor. Darnos cuenta y creer que ese Jesús maravilloso es Dios, debiera ser suficiente para cambiar toda nuestra vida comprometiéndonos a seguir sus huellas en la tierra.

Es el enviado del Padre
Jesús llegó a tener una conciencia clara de que el Padre le había enviado al mundo con la misión concreta de ser testigo de su Amor. La fidelidad a la voluntad del Padre será siempre el lema de su vida.

Sepan que no vengo por mi mismo. Vengo enviado por el que es la Verdad. Ustedes no lo conocen. Yo sí que lo conozco, porque soy de él y él me ha enviado. (Jn 7,28-29)
Nada hago por cuenta mía: Solamente digo lo que el Padre me enseña. (Jn 8,28)

El Padre que me envió me encargó lo que debo decir y cómo decirlo. Por mi parte yo sé que su Mensaje es Vida Eterna. Por eso tengo que hablar y lo enseño tal como me lo dijo mi Padre. (Jn 12,49-50)

Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y cumplir su obra. (Jn 4,34)

“YO Y MI PADRE SOMOS UNO MISMO”

Jesús es Dios
Jesús no solamente es el enviado de Dios, sino el mismo Dios hecho Hombre. Hay una unidad indisoluble entre el Padre y el Hijo. Jesús es el mismo tiempo verdadero hombre y verdadero Dios. Escuchemos sus propias palabras: Yo y mi Padre somos uno mismo. (Jn 10,30)

El Padre está en mí y yo estoy en el Padre. (Jn 10,38)

Todo lo que tiene el Padre también es mío. (Jn 16,15)

Cualquier cosa que haga el Padre, la hace también el Hijo. (Jn 5,19)

El que cree en mí, en realidad no cree en mí, sino en el que me ha enviado. (Jn 12,44)

El que me ha visto a mí, ha visto al Padre… Créame: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. (Jn 14,9. 11)

El propio Jesús, sabiendo que su respuesta podía acarrearle la con­dena a muerte, lo afirmó oficialmente ante las autoridades religiosas de su tiempo: El jefe de los sacerdotes le dijo: Yo te ordeno de parte del verdadero Dios que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios. Jesús le respondió: Así es; tal como acabas de decir. (Mt 26,63-64)

La oración de Jesús
Como consecuencia lógica de esta vida de íntima unión entre el Padre y el Hijo, podemos afirmar que Jesús tuvo una profunda y au­téntica vida de oración. Sabía recibir con extrema sensibilidad los de­seos del Padre, y respondía fielmente a su voluntad. Cuando más el Padre se le comunicaba, tanto más Jesús se entrega a él.

Jesús no vio con claridad desde el comienzo lo que el Padre quería de él. Ni cuál era su verdadera personalidad. Pero según lo iba viendo, se entregaba con toda generosidad.

Los Evangelios dicen con frecuencia que Jesús se retiraba a orar a solas con su Padre (Mt 14,23; Lc 9,18), aun en casos en que todo el mundo le estaba buscando (Mc 1,35-37). Otras veces lo hace acompa­ñado, normalmente cuando iba a hacer algo importante (Lc 3,21; 9,18.28-29; 11,1). Le gustaba orar en contacto directo con la natura­leza, principalmente en las alturas: Se fue a un cerro a orar y pasó toda la noche en oración con Dios. (Lc 6,12)

Jesús sabe que el Padre le escucha siempre (Mt 26,53): Te doy gracias, Padre, porque has escuchado mi oración.

Yo sé que siempre me oyes. (Jn 11,41-42)

Pide con toda confianza por la fe de Pedro (Lc 22,32), por sus discí­pulos y los que después creerán en el él (Jn 17,9-24), y aun por los mismos que le crucificaron (Lc 23,34). Su corazón se eleva en seguida, agradecido al Padre, cuando descubre su acción en medio de los hom­bres, como el caso en que agradece la revelación del Padre a la gente sencilla (Mt 11,25-26).

Jesús tuvo momentos de duda y de angustia. Tuvo miedo a la muerte. Pero nunca se cortó el hilo de la fe en su Padre. Le ruega an­gustiosamente que le libre del tormento ignominioso de la cruz, pero sin rebeldías, siempre dispuesto a cumplir la voluntad del Padre: Papá, Padre: Para ti todo es posible; aparta de mí esta prueba. Pero no: no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú. (Mc 14,36)

En la cruz hasta llegó a sentir la sensación angustiosa de que el Padre le había abandonado (Mt 27,46). Pero no perdió el contacto y la fe en Dios, pues con toda confianza añade: Todo está cumplido. (Jn 19,30)

Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. (Lc 23,46)

Aun en las pruebas más grandes, Jesús estuvo siempre centrado en Dios. Unido a él y penetrado por él: El que me envió está conmigo, y no me deja nunca solo. (Jn 8,29)

Creemos que Jesús es Dios
Creer que ese hombre Jesús, del que hemos hablado en la primera parte, es el mismo Dios viviendo en medio de nosotros es, ante todo, un problema de fe. No vale la pena empeñarse en “demostrar” la divinidad de Jesús. La fe no es una ciencia puramente humana. Es un don gra­tuito de Dios. Y, por consiguiente, lo único que pretendemos es pro­fundizar y vitalizar esa fe que hemos recibido del mismo Dios, ya que desde el comienzo este libro está dedicado a las personas de buena vo­luntad, conscientes de su pobreza interior, que tienen sus esperanzas puestas en Cristo Jesús.

Los discípulos de Jesús, durante un largo período de estima y de admiración por él, fueron comprendiendo poco a poco que su Maestro, tan profundamente humano y entregado a los demás, tenía que ser ne­cesariamente Dios. De otra manera no tenía sentido su forma de ser y de obrar. Así lo expresaron ellos en diversas ocasiones: Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios. (Mt 14,33)

Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios que vive. (Mt 16,6)

Esta fe inicial se clarificó más después de la resurrección de Jesús (Hch 8,37; 13,33). Entonces los apóstoles predicaron con toda clari­dad “que Jesús es el Hijo de Dios” (Hch 9,20). Pablo resumió en una frase maravillosa la vida cristiana de su tiempo y de todos los tiempos: Vivo con fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí. (Gál 2,20)

¿Cómo es posible que un hombre sea Dios? Los teólogos han estu­diado y discutido mucho este tema, y casi han creído resolverlo, aunque usando palabras rara, que por desgracia no están al alcance del pueblo. Pero la mejor respuesta quizá sea la que el ángel dio a la Virgen María: Para Dios nada hay imposible. (Lc 1,37)

Es un problema de fe en Dios, que es Amor (1 Jn 4,8), y para el Amor no hay nada imposible. Dios-Amor se convirtió en un ser humano histórico llamado Jesús, que es al mismo tiempo Dios y hombre, sin perder nada de Dios, ni de hombre.

Ésta fue siempre la creencia de los cristianos. Ya en el año 325, en un Concilio de los obispos de entonces, realizado en Nicea, se dijo que “Jesús es Hijo de Dios, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero del Dios verdadero, nacido, no creado, de la misma substancia del Padre”. Y en otro Concilio de obispos reunidos en Calcedonia, durante el año 451, dijeron oficialmente: “Uno y el mismo Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, es perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad, ver­daderamente Dios y verdaderamente hombre.”

Los cristianos no creemos en un Dios alejado e intocable, que vive en las alturas de su cielo, ajeno a los problemas de los hombres. Es un Dios bueno, que se hizo pequeño, se hizo historia, prodigó su Amor en­tre nosotros tomando nuestra condición humana, y se entregó a nues­tro servicio hasta el extremo de la muerte. Él personalmente nos enseñó los caminos del Amor. Los hombres solos no hubiéramos creído que Dios se podía acercar tanto a nosotros.

EL AMOR SABE PERDONAR

Jesús vino a ofrecernos el perdón de Dios
Vino al mundo dispuesto a hacer un nuevo pacto de amistad con los hombres. En mi libro anterior, “DIOS ES BUENO”, vimos un poco de historia del Amor entre Dios y su pueblo según lo cuenta el Antiguo Testamento. Dios siempre estaba dispuesto a perdonar al que se le acercaba con humildad. Nunca se cansó de perdonar la infidelidad del pueblo. Prosiguiendo adelante esta historia de perdón, Jesús vino per­sonalmente a ofrecernos de nuevo, de forma absoluta, la misericordia y la fidelidad de su Padre Dios.

Toda la vida de Jesús, como hemos visto, es un acto de amistad ha­cia los hombres. Su entrega total a los demás es la prueba palpable de que Dios está dispuesto a perdonar siempre. Jesús insiste muchas ve­ces, con su palabra y su comportamiento, para que nos convenzamos de la bondad de Dios hacia todo nosotros. Y sella este su mensaje cen­tral derramando su sangre. Cristo Jesús es el perdón visible de Dios a los hombres, el Cordero que murió para borrar nuestros pecados (Jn 1,29) y sanarnos con sus llagas (1 Pe 2,24).

Ya es difícil encontrar a alguien que acepte morir por una persona justa. Si se trata de un hombre realmente bueno, quizás alguien se atreva a morir por él. Pero Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores. ¡Qué prueba más grande de Amor de Dios por nosotros! (Rom 5,6-8)
Dios, de manera gratuita, nos regala su perdón y su amistad, porque Cristo Jesús nos ha rescatado. (Rom 3,24)

Nos perdonó todas nuestras faltas. Canceló nuestra deuda y nuestra condenación…; la suprimió clavándola en la cruz de Cristo. (Col 2,13-14)

Las comparaciones del perdón de Dios
Jesús se esfuerza por convencernos de que Dios es un Padre que goza en perdonar. Como ejemplo, nada mejor que sus comparaciones de la oveja perdida y la del padre del hijo derrochador: Si uno de ustedes pierde una oveja de las cien que tiene, ¿no deja las otras noventa y nueve en el campo para ir en busca de la per­dida hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, muy feliz, la pone sobre los hombros, y al llegar a su casa, reúne amigos y vecinos y les dice: Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido. Yo les declaro que de igual modo habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que cambia su corazón y su vida, que por novena y nueve justos, que no tienen necesidad de conver­tirse. (Lc 15,4-7)

El otro caso contado por Jesús es como para hacer rebozar el corazón de esperanza: n hombre tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: Padre, deme la parte de la propiedad que me corresponde. Y el padre la repartió entre ellos. Pocos días después, el hijo menor reunió todo lo que te­nía, partió a un lugar lejano y allá malgastó su dinero con una vida desordenada. Cuando lo malgastó todo, sobrevino en esa región una escasez grande y comenzó a pasar necesidad. Entonces se puso a pensar: ¿Cuántos trabajadores de mi padre tienen pan de sobra, y yo aquí me muero de hambre. Volveré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo, tráteme como a uno de tus siervos. Y levantándose, se puso en camino hacia la casa de su padre.

Cuando todavía estaba lejos, su padre le vio y sintió compasión, co­rrió a su encuentro y le abrazó. Entonces el hijo le dijo: Padre, pe­qué contra Dios y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo. Pero el padre dijo a su servidores: Rápido, tráiganle la mejor ropa y póngansela, colóquenle un anillo en el dedo y zapatos en los pies. Traigan el ternero más gordo y mátenlo; comamos y alegrémonos, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo he encontrado. (Lc 15,11-24).

No necesitan comentario estos dos casos contados por Jesús. La ale­gría y generosidad de ese padre son un reflejo del Amor del Padre Dios hacia sus hijos pecadores. Estos dos ejemplos llenan de esperanza a to­dos los que nos sentimos pecadores. Ciertamente la bondad de Dios para con los hombres es sin medida.

Jesús sabe perdonar
Vivió con los hechos lo que predicó con sus palabras, acerca del per­dón del Padre Dios. Dijo él:
Yo no he venido a condenar el mundo, sino a salvarlo. (Jn 12,47)

No son las personas sanas las que necesitan médico, sino las enfermas. He venido no para llamar a los buenos, sino para invitar a los pecadores a que se arrepientan. (Lc 5,31-32)

Perdonó los pecados de toda persona de corazón arrepentido que en­contró a su paso, como ocurrió con una mujer adúltera (Jn 8,11) o un paralítico que le llevaron (Mc 2,5-11). Hasta supo excusar y perdonar a los que le ajusticiaron (Lc 23,33). Y, lo que es más importante, derramó su sangre como signo evidente del perdón del Padre: Esta es mi sangre, la sangre de la Alianza, que será derramada por la muchedumbre para perdón de los pecados. (Mt 26,28)

La muerte de Cristo es, por consiguiente, el sello del pacto definitivo de paz entre Dios y los hombres. Cristo Dios puso al mundo en paz con él. (2 Cor 5,19)

Por Cristo quiso reconciliar consigo todo lo que existe, y por él, por su sangre derramada en la cruz, Dios establece la paz, tanto sobre al tierra como en el cielo. (Col 1,20)

Desde entonces Cristo Jesús es esperanza para todos los que nos sentimos infieles al Amor de Dios. Así lo entendió Juan, el amigo íntimo de Jesús: Hijitos míos, les escribo para que no pequen. Pero si alguno peca, tenemos un Abogado ante el Padre: Jesucristo, el Justo. Él es la víctima por nuestros pecados, y por los pecados de todo el mundo. (1 Jn 2,1-2)

DIOS ES FIEL

Jesús es el sello de la fidelidad de Dios
Como estamos viendo, Jesucristo es el sello definitivo de la fidelidad de Dios, tan largamente proclamada por los profetas en el Antiguo Testamento. Él es el Siervo Fiel de “el Dios que jamás miente” (Tit 1,2).

Por él son mantenidas y llevadas a la práctica todas las antiguas pro­mesas de Dios: Cristo se puso al servicio de los judíos, para cumplir las promesas que Dios hizo a sus antepasados, y enseñar que Dios es fiel. (Rom 15,8)

Todas las promesas de Dios han pasado a ser en él un “sí”. (2 Cor 1,20)

Pues Dios es digno de confianza cuando hace alguna promesa. (Heb 11,11)

Por medio de Jesús ha llegado a la cumbre la fidelidad de Dios; n él todo es Amor y Fidelidad… En él estaba toda la plenitud de Dios. Y todos recibimos de él una sucesión de gracias sin número. a Dios nos había dado la Ley por medio de Moisés, pero el Amor y la Fidelidad llegaron por Cristo Jesús. (Jn 1,14.16-17)

Afortunadamente, como ya habían repetido tantas veces los profetas en el Antiguo Testamento, la fidelidad de Dios no depende de nuestra fidelidad a él. Si algunos no fueron fieles, ¿dejará por eso Dios de ser fiel? ¡Ni pensarlo! Sino que más bien se comprobará que Dios es la Verdad, mientras que todo hombre es mentiroso. (Rom 3,3-4)

Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede desmentirse a sí mismo. (2 Tim 2,13)
Su fidelidad es nuestra esperanza.

Como veremos más adelante (núms. 14 y 15), la fidelidad de Dios en el Amor es el fundamento del optimismo a toda prueba que debe disfru­tar el que tiene fe en Cristo. La fe en un Dios que nos quiere a todos los hombres por igual y nunca nos va a fallar, es la mayor fuerza que puede entrar en nuestro corazón para comprometernos en la empresa de construir la verdadera hermandad. Por muchos fracasos que haya de por medio, apoyados en su Palabra, podemos reanudar siempre de nuevo el camino de la justicia, la unidad y la paz verdaderas. Si cree­mos en Cristo Jesús, él nos dará fuerzas para amar y triunfar junto a su lado: Él mismo los vas a mantener hasta el fin… Dios es fiel: no les faltará, después de haberles llamado a vivir en comunión con su Hijo, Cristo Jesús nuestro Señor. (1 Cor 1,8-9)

Sigamos profesando nuestra esperanza, sin que nada nos pueda conmover, ya que es digno de confianza aquél que se comprometió. (Heb 10,23)

Veremos más profundamente este tema cuando hablemos de la fe y la esperanza en Cristo.
Autor:

José Luis CaraviasCristo, nuestra esperanzaEl Amor de Dios según el NT
http://www.mercaba.org/Cristologia/XTO_esp_caravias_07.htm
El Señor les bendiga